xxv.

    Los cyborgs estaban mal. Los humanos debían morir. Un préstamo, eso era todo lo que era el aliento que salía de los pulmones de las personas. (Y personas, quedaban pocas).
      El mundo colapsaba. Los avances tecnológicos del oriente, oriente que ahora se entendía como China y poco más, eran descabellados. No habíamos sobrepasado la primera mitad del siglo y ellos ya habían alcanzado tecnología con la que los de carne jamás habrían soñado. Cyborgs. Personas que dejaban de ser personas y se convertían en hojalata con (quizás) un corazón que latía (¿aceite?), más fuertes, más resistentes, más rápidos. Mejores. Mejores, decía siempre Aura. Yo insistía en que aquello no podía ser mejor de ninguna manera. Las personas eran personas porque se morían. Se podían morir, eso era lo que les daba sentido (lo que les empujaba a buscarle alguno a esta locura de vida). Si no podían morir entonces ¿qué? No eran más que hojalata con pretensiones de ser humano. Nada más.

      Nada más, Aura. Eres más que eso.
      Aura quería ser cyborg porque decían que dolía mucho, sólo como podía doler el infierno y después, dejaba de doler. Para siempre. Se extinguía todo. Eso quería Aura: quería romperse los huesos, todos, y quedar al borde de la muerte, colgando ahora me tiro ahora no, y después recogerse y fundirse en una paz infinita e imperturbable y quedarse así para siempre.
      El volcán Aura quería entrar en erupción, una última vez, y luego retirarse. De por vida.