vii.

    Aura me miraba.
      Me miraba.
    Como si quisiera decirme: ¡Qué mono eres!
    de verdad
    ¡me derrito!
    Ácida. Envenenada hasta la médula. Y yo quería que siguiera sonriendo, quizás para saltarle los dientes, quizás para aplastárselos con la boca.
    (Un cyborg. Aura decía que se había enamorado de un cyborg).
    Y Aura seguía mirando, sólo porque sabía que me ponía nervioso, que me desgastaba las fuerzas y me agotaba la paciencia. Sólo porque disfrutaba sacándome de mis casillas, sólo porque era
      Aura.
    Un encanto, esta chica, ¿verdad?
    Una Anna Karenina desplazada en tiempo y espacio, con la eterna cita en el mismo punto, debajo del metro, sonriendo porque conseguía escapar por minutos de su destino fatal.
      Sin saberlo.
      Sin saber que moriría hecha trizas en las vías.
    ¿Y yo? ¿Yo lo sabía?
    Una hora, un momento. Minuto a minuto, cada vez más y más cerca.
    No lo sabía.
    ¿Cómo hubiera podido?
    No era ningún puto cyborg.
    Pero ahora que lo sé y ahora que ese minuto y ese segundo y ese espacio ya queda lejos, puedo decir que no me arrepiento y no habría cambiado un segundo, sabiendo que la lápida la esperaba donde la esperaba y que acabó en una caja debajo de ella (y que después de eso acabó incinerada y repartida por lo que quedaba de Sicilia) no habría cambiado ni un parpadeo.
    La seguí durante años. La perseguía a veces, otras la buscaba. Toda mi vida.
    ¿Quién era Aura?
    Me estoy muriendo. Ella hubiera dicho sé un hijo de p***, llévatelo contigo.
    Pero por eso ella era Aura y yo sólo era yo.
      Aura era